Era sencillo aceptar que la vida iba simplemente a desmigajarse en instantes sin sentido, y nadie recordaría este lapso del tiempo en donde estamos. Martín tenía la obsesión de ser recordado por siempre, soñaba con una estatuilla suya levantándose en la cima del cerro, y se imaginaba una luz violeta pintándole la espalda de mármol. Martín era un soñador. Y como todo soñador se le fue la vida soñando con su estatuilla de mármol y el grafiti de su rostro pintándose en las paredes de los subterráneos. Yo le dije a Martín muchas veces, que era mejor, y más fácil aceptar simplemente que toda esta respiración era un azar divino y ya, que aquí íbamos a morir sin ninguna gloria, y que las palas del gobierno nos recogerían para echarnos donde echan sus muertos.
Martín era un soñador, simplemente, y se la pasó soñando hasta el último instante sin sentido, el último respiro hondo que dio, lo dio imaginándose en la cima del cerro con una luz violeta pintándole la espalda de mármol. Martín, Martín, los de acá no soñamos, no podemos soñar, le señalé muchas veces la parte baja de la colina donde estaba la gente, sus lucecitas blancas y edificios altos. Allá se puede soñar, acá se vive Martín, se vive, se vive para poder vivir mañana.
Martín, te lo dije, ojalá pudieras ver la luz violeta del barquito barato que usaron para echarte al mar, y pudieras ver a los otros que tiraron hoy, ojalá pudieras ver la luz violeta que se refleja como desde el fondo del mar atravesando tu espalda enmarmolada de cuerpos en descomposición.