Llegó a su casa más tarde de lo habitual porque un accidente en la carretera detuvo el tráfico. Vivía solo con su perro, quien ya se había acostumbrado a esperarlo de las largas jornadas de trabajo. Algunas veces le pedía el favor a Martín, un amigo con quien ocasionalmente visitaba los bares los fines de semana, que paseara al animal en su ausencia. Ronco, su mascota era casi lo único que tenía en esa ciudad inmensa que aún le parecía extraña, donde había llegado por trabajo algún tiempo atrás (meses, años, no importaba, no contaba los días desde que perdió toda esperanza en volver). Estuvo pensando en el trayecto en la comida de Ronco, a veces hasta sentía el hambre del animal en su estómago. Su pie golpeaba el piso del articulado desesperado, y la vista se le iba en pensamientos. -Un animal no es lo mismo que un niño, o que un hombre, osea, un animal no puede prender la estufa y hacerse carne, o abrir la bolsa de la comida y servirla, un animal depende enteramente de uno-, pensaba. Por eso sentía que toda la culpa del hambre de Ronco le pertenecía. Miraba por la ventana y escuchaba la voz de Martín diciéndole, “Tener un animal encerrado es inhumano”, y luego se le cortaba el pensamiento por los sonidos de los carros. Se imaginaba a él vuelto un perro esperando en la puerta a su amo a las seis y media de la tarde, y sentía en el esófago la ansiedad del animal, al no ver abrirse la puerta a la hora acostumbrada. Caminó como un zombie por las estaciones hasta llegar a casa, el remordimiento no le permitió darse cuenta del trayecto, para cuando volvió en sí, se vio a sí mismo metiendo la llave en la cerradura de su apartamento. Abrió la puerta pero Ronco no apareció a recibirlo, en cambio escuchó un quejido agudo y un golpeteo compasado en su cuarto. Imaginó lo peor, sintió como la adrenalina le corría por la sangre, tiró al piso las cosas que traía del trabajo, se abalanzó a la puerta del cuarto y la abrió de golpe. La oscuridad no le permitió ver sinó sombras, escuchó el quejido de Ronco como un grito de auxilio póstumo, y vio la figura de un hombre golpeándolo sin consuelo. Dejó salir toda la furia que tenía contenida dentro de sí, lanzó el grito más feroz de su vida, y se abalanzó hacia la sombra que golpeaba a su compañero. Le atinó en el rostro un puño, y el hombre cayó al suelo, se puso encima de la silueta negra y le atinó golpes y más golpes con frenesí incontrolable. De la ventana a la calle lograba filtrarse una luz tenue de los postes de alumbrado, y sus ojos se acomodaron lentamente a esa iluminación opaca. Luego de golpear sin consuelo al intruso, sintió los brazos cansados; los puños le dolían como si hubiera golpeado acero, notó que el cuerpo bajo suyo no se movía y bajó los puños, observó fijamente el rostro del intruso, se impresionó y se levantó de un salto, sintió un miedo genuino, el hombre que yacía en el suelo era idéntico a sí mismo. Apresurado encendió el foco y se vio a él mismo tirado en el suelo, chorreando sangre en el piso. Quedó atónito, incapaz de mover un músculo, como si se escondiera de un peligro inmenso, apenas y respiraba. El cuerpo empezó a evaporarse mediante un humo espeso, y el humo se enredaba en el ventilador de techo y se escapaba por la ventanita del cuarto, afuera la luz incandescente del poste hacía ver amarilla la niebla. Pasó algún tiempo, no más de tres minutos, antes que no quedara rastro del cuerpo en el cuarto, mientras el permanecía inmovil como si estuviera dopado, entonces escuchó el quejido de Ronco y despertó de la hipnosis en que estaba, tomó con cuidado el cuerpo del perro que se derramaba en sus brazos como el agua, lloró al ver la cara ensangrentada del animal, y una de las patas partidas. No pudo contener el llanto, lloró fuerte, en gemidos de dolor genuino, miraba Ronco derramándose en sus brazos y miraba el techo como buscando una ayuda divina, aún el cuerpo golpeado del animal se movía lento y se escuchaba un jadeo suave, dejó a Ronco con cuidado sobre la cama, le limpió las heridas del rostro con la sábana, tomó su celular y pidió auxilio.
Martín se enteró, le estuvo diciendo cosas, le estuvo diciendo que no mintiera, que estaba loco, que eso no se le hace a un perro, amenazó con matarlo, le dijo, “mal parido, yo mismo te voy a meter este cuchillo en la barriga a ver si te gusta”, mientras mecía el cuchillo de mesa. David no paraba de llorar, incluso llegó a pensar que realmente había sido él quien golpeó a Ronco, pero el accidente en el tráfico fue cierto, y en la portería lo vieron llegar tarde a su casa. Martín había accedido a ayudarle a cuidar al perro, en la veterinaria le dieron órdenes muy específicas, era un cuidado intensivo. David lloraba cada vez que lo curaba, sentía una culpa inmensa, y a Martín algunas veces que lo veía llorando, le llegaba un impulso de enterrarle el cuchillo de mesa en la espalda. Pasaron los meses y Ronco empezó a recuperarse, ya caminaba con ayuda de un triciclo y podía comer por sí solo. David no había podido dejar de llorar, tenía los ojos hinchados, había puesto cámaras en cada parte del apartamento y monitoreaba a Ronco desde el trabajo cada vez que podía, entonces cada vez que podía lloraba. No paraba de pensar en que Ronco no se defendió ni un instante porque pensó que era su amo quien se acercaba a él, y le parecía sentir el dolor de Ronco al ver que su amo lo machacaba a golpes - Es como si te matara tu madre, una vaina así debe ser- pensaba, entonces se le llenaban los ojos de lágrimas. Soñaba con la escena fúnebre casi todas las noches, y se despertaba con un sentimiento de miedo en el pecho. Cada vez que abría la puerta al llegar del trabajo imaginaba que Ronco estaba siendo golpeado por una sombra con su cara, mientras Ronco piensa que es él, y entonces no se defiende y no hace lo posible por morder al extraño que lo revienta a golpes.
Luego de unos meses, Martín, que había estado quedándose en su casa para cuidar a Ronco y acompañándolo para dormir le dijo que debía irse, que pensaba que Ronco ya estaba bien y lo amenazó con matarlo si se enteraba de otra golpiza, a David se le llenaron los ojos de lágrimas al escucharlo. Martín recogió sus cosas, armó lentamente una pequeña maleta, como quien no quiere irse, cuando finalmente cerró la puerta y sus pasos se fueron escuchando lejos en la escalera, Ronco chilló, y David sintió a su perro más frágil que nunca, pensó en jamás alejarse de él, se acercó para darle un abrazo fuerte, para que el animal entendiera que no estaba solo, que ahora ningún peligro podía sucederle; pero Ronco le mostró los dientes, y se alejó con la cola entre las patas como si fuera víctima de un terror enorme, se fue chillando al cuarto y se metió debajo de la cama. David lo llamó e intentó hacer que saliera mostrándole comida, tirándole juguetes, pero el perro desde el fondo de la cama le gruñía, y chillaba aterrorizado cuando él extendía su mano hacia el. El foco del cuarto estaba apagado y por la ventana se filtraba la luz incandescente de los postes de alumbrado. Los ojos de David aún sin acostumbrarse a las tinieblas solo veían sombras, se tiró a la cama, miró al techo, se imaginó a sí mismo como Ronco, viendo a su amo que le golpeaba el rostro, y lloró sin poder contenerse.