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Inteligencia artificial

Inteligencia artificial

Su jefe deslizó la carta de despido sobre el escritorio pulido sin cruzar miradas. Marcos tomó el papel y recorrió rápidamente los elogios hipócritas que traen esas cartas. Observó a Ramiro jugueteando con los lápices en el vaso sobre el escritorio. Después de una segunda lectura, colocó la hoja con calma sobre la mesa. Ramiro lo miraba ahora y notó por primera vez como el tiempo los había envejecido a ambos; Se había visualizado jubilándose en más de una ocasión, saliendo por una puerta grande entre manos agradecidas. Frunció el ceño. “No entiendo”, dijo tras un breve silencio. “¿Qué no entiendes?”, lo miraba fijo. “Esto, este despido, ¿por qué?”.

Su vida se había reducido a horas frente al ordenador, tanto tiempo que ya no recordaba cuándo comenzó. Hacía unos meses, la empresa implementó employ.ai, una inteligencia artificial que automatizaba numerosas tareas para aumentar la productividad. Fue un éxito; la ensambladora estaba en pleno auge, ganando terreno rápidamente en el mercado. Marcos dominaba la herramienta como nadie más, explorando incluso las funciones más ocultas. Todo fluía de maravilla; estaba completando pedidos en fracciones del tiempo habitual. Por eso, cuando Ramiro le entregó la carta, no pudo entender lo que pasaba.

Ramiro se dirigió a él con voz suave. “Marcos, employ.ai ha sido entrenada correctamente con tu flujo de trabajo. Gracias, pero a partir de ahora, no te necesitamos. Recibirás el diez por ciento de tu sueldo hasta tu jubilación. Te agradecemos mucho todo lo que nos has contribuido.”

La oficina de Ramiro era una caja blanca con un cuadro gigante de caballos corriendo en una cascada, creado con Dalle. Quiso protestar, pero recordó haber firmado un documento que no leyó durante la instalación del software. Se distrajo con el chillido del ventilador de techo que giraba trabajosamente, lanzaba un calor denso que que empeoró el sudor de sus manos. “¿Estás seguro, Ramiro?. Un robot puede equivocarse” Ramiro giró el monitor de su ordenador y le mostró cómo el programa había resuelto las tareas del último mes diez veces más rápido que el. Tomó la carta del escritorio y salió lentamente de la oficina. Por el pasillo, vio a sus compañeros en los cubículos concentrados frente a los computadores, la luz azul les iluminaba el rostro. El sonido de los teclados llenaba la sala. No tenía nada más que hacer allí. En la puerta de salida, mientras Ramiro lo despedía con un abrazo, observó el pasillo vacío y el suelo polvoriento, como prueba de una caminata intensa, e imaginó al resto de la gente de la empresa saliendo lentamente tras él.